La Pernía, montana palentina

En la primavera del 2003 estuve en España de vacaciones, siempre con el deseo de disfrutar de todos los encantos de la Pernía y cada uno de sus doce pueblos. Caminé durante un par de meses a un promedio de 8 horas diarias por todos sus bosques (ya no podré volver a hacerlo sin el recuerdo de este hombre a quien no conocí), respirando su aire puro, escuchando la polifonía de su inmensa cantidad de aves, y el rumor del aire acariciando las hojas de los robles y hayas principalmente, bebiendo el agua fresca, pura y cristalina que brota de la tierra a borbotones en sus múltiples fuentes o manatiales..

Siempre con mi cámara en la mano tuve la dicha de ver, disfrutar y filmar sapos, serpientes eslabones, zorros, garduñas, esquilos, liebres, venados, corzos, rebecos, jabalies, erizos, tasugos, urracas, pájaros carpinteros, cigueñas, águilas reales, avispas, nidos con huevos, cangrejos, truchas, libélulas, mariposas, arañas, cuervos, grajos, milanos, garrapatas, caracoles, yeguas, vacas, etc., etc. Capturé en fotografías miles de diferentes clases de flores multicolores, plantas, hojas, árboles, frutos, cuevas, cascadas, amaneceres, atardeceres, arroyos, bosques, cielos, paisajes, apeos de labranza, etc.

Me tocó estar presente en la elección de alcaldes y del presidente municipal de La Pernía. Me encontré con gente entrañable. Y como yo, habiendo nacido en Tremaya, vivo actualmente en México, me interesé en saber cuántas personas de la Pernía se habían venido por estas tierras. Fue asi como me enteré que habían salido varios de Casavegas, algunos de los cuales nunca pudieron regresar. Me hablaron de algunos que pudieran estar por la zona de Guerrero y concretamente en Acapulco. Fue aquí donde dí en el verano del 2003 con Martín Duque, quien me prestó este libro que todos los pernianos leerán con agrado y a través de sus sencillas letras, (que yo iré ilustrando con algunas fotografías), muy llenas de sentidos recuerdos, volverán a rememorar tiempos y momentos inolvidables, como me ha sucedido a mi.
José L. Estalayo

 

MEMORIAS

DE

JUANITO EL DE CASAVEGAS

JUAN DIEZ ALONSO

 

DEDICO ESTAS MEMORIAS A MI ESPOSA, HIJOS Y NIETOS, CON MUCHO CARIÑOS

 

PROLOGO

Ya en el ocaso de la vida, y animado por las insistentes peticiones de mi esposa e hijos, me decido al fin a poner un poco de órden en mis añoranzas y vivencias, a sacar de dentro de mi pecho, donde han estado guardados tantos años sin órden ni concierto, mis recuerdos...unos dulces, otros amargos pero todos ellos entrañables, vivos, repletos de fuerza y de sabia que los hacen permanecer adheridos con vigor tal, que nunca han podido ser arrancados en más de medio siglo que vivo lejos de mi amada Patria, ya que la misma esencia de mi ser, se encuentra enraizada en aquella tierra dura y recia...

INFANCIA Y JUVENTUD EN EL PUEBLO

En una casita muy opequeña y humilde, haya sido de noche o de día (que no lo sé), con un paisaje nevado a su alrededor, dando berridos y espatoleos seguramente como es lo usual y obligado en estos casos, el 24 de abril de 1912 hice mi aparición en el escenario de Casavegas pequeño pueblecito enclavado en plena Montaña Palentina.

Fui el cuarto de los seis hijos que procrearon durante su matrimonio Elías Díez del Peral y Gaspara Alonso Fernández: él, natural de aquí mismo, y ella oriunda de Lores, pueblo distante de Casavegas apenas cuatro kilómetros atravesando el monte.

Fui bautizado en la iglesia del pueblo: me pusieron por nombre Juan Esteban, mis padrinos fueron Esteban Morante y Rafaela Díez.

Todo el pueblo y sus alrededores me llamaron desde ese momento Juanito, y con ese apelativo, he navegado por la vida.

Mis padres tuvieron que trabajar muy duro, para poder sacarnos adelante, ya que éramos una familia numerosa pero es a mi madre, mujer admirable, de quien quiero dejar constancia de mi veneración en estas cuartillas.

A ella le debemos nuestra formación, la honradez y el sentido del honor que supo inculcar en nuestras conciencias.

Hace 80 años los tiempos eran difíciles en cualquier parte del mundo, cuanto más en ese rincón de la Pernía. El pan era escaso, los inviernos muy largos y rigurosos.

Yo creo que mucho más que ahora, los medios de locomoción eran regularmente el caballo, y el carro de vacas, sin embargo la gente, creo yo, vivía y moría más plácidamente que en estos años, cuando vemos tan cercano el final del siglo XX, en los que contemplamos atónitos, como se suceden portentosos inventos, viajes al espacio tan frecuentes, como nosotros en aquellos años subíamos al Alto de la Cerca, o nos llegábamos a la Puente Nueva.

Si era muy difícil la vida en aquellos pueblos de Dios; durante los inviernos, la nieve levantaba hasta un metro de alto. El pueblo por entonces permanecía semiparalizado sólo se hacían ls tareas más elementales, como cuidar a los animales en las cuadras, pero por otra parte también tenían su lado agradable, ya que los vecinos en grupos, se juntaban a echar sus buenas partidas de cartas, y al calor del fuego que brillante ardía en las trébedes y chupando del porrón de vino se jugaba a la brisca tute o julepe.

arribaSólo las Navidades y Reyes, el pueblo se despertaba durante unos días; se organizaban fiestas y comilonas. También se bailaba al son del pandero y del tambor en los portales de algunas casas. En mi juventud la mocedad de Casavegas y sus fiestas tenían fama por tan alegres y familiares.

En Reyes todos los mozos salíamos en grupo a cantar por las casas del pueblo, acompañándonos con el tambor y el pandero se entonaban coplas alusivas a la festividad. Los vecinos nos recibían con cariño, nos daban a beber por el porrón, y nos obsequiaban con jamón, chorizo, tocino, turrones, castañas, en fin con lo que podían. Todo esto era pretexto para organizar fiestas y comilonas, que duraban hasta terminar con las proviciones colectadas.

Cuando recuerdo todas estas vivencias, cierro los ojos y aún paréceme oir aquellas coplas, que rompían la quietud de la noche invernal.

Esta noche son los Reyes
segimda estación del año
donde damas y galanes
al Rey piden su aguinaldo
nosotros se lo pedimos
a este caballero honrado
y no nos lo negará si los
Reyes le cantamos.

Mi niñez fue feliz, aunque siendo muy pequeñajo comencé a ayudar en las faenas del campo. No levantaba tres palmos del suelo, cuando ya marchaba contento y obediente a cuidar los corderos, con mi fardela al hombro, pan, un chorizo y un poco de vino. A los ocho años iba ya con Manolo, el pastor del pueblo, a cuidar las vacas, que en ese tiempo eran cuatro: aún no olvido sus nombres, la Chata, la Gallarda, la Bonita, la Bandolera.

arribaLa vida se dividía en dos períodos: las faenas del campo y los juegos de verano, y la escuerla en invierno. A ésta concurríamos los niños del pueblo, desde mediados de noviembre hasta marzo. Ahí aprendí a leer, escribir y "hacer cuentas" como denominábamos a la Aritmética. También teníamos clase de catecismo los miércoles y los sábados, pero a éstas, no me gustaba asistir, y casi siempre me hacía el enfermo, esa rebeldía me costó buenos cotorrones y que mi madre me purgara con "sal de higuera", para que me pusiera "listo" al decir de ella. La Aritmética me agradaba, y recuerdo bien que en la pizarra que solía llevar al campo, cuando cuidaba las vacas, practicaba yo y hacía mis ejercicios, que ya por entonces eran más elevados, pues concurría a la escuela de Areños, que estaba distante de casa cinco kilómetros. El recorrido lo hacía yo a pie, calzado con albarcas ya que muchas veces era bajo la lluvia o fuertes nevadas. Guardo grato recuerdo del maestro Arnáiz (que no recuerdo su nombre). El me supo transmitir sus conocimientos y experiencia. Desde aquí le rindo un homenaje de agradecimiento a su memoria.

Por los veranos, los días eran más largos, y los trabajos muchos y variados como segar la hierba, cargar los carros, esa faena suponía todo un arte, pues había que cargarlos de manera que no entornaran, descargar la hierba en los pajares, segar el trigo y el centeno, trillarlo, cosechar patatas, hacer acopio de leña para el invierno, etc., etc. Sí eran largos y fatigosos los veranos, pero salpicados de alegría, ya gozábamos de las romerías que se sucedían una tras otra, en Camasobres el día de San Roque, en Lores el de San Lorenzo; en El Campo el día de San Pedro, en San Salvador cuando San Justo, etc., etc. Al regresar a casa, siempre venía con los bolsillos repletos de almendras, que traía a mi madre y hermanas. La fiesta del pueblo era el 15 de Agosto, Nuestra Señora.

El recuerdo del pueblo engalanado me es muy agradable. Los varones, ponían la muda más blanca y nueva, y la mejor chaqueta, las mujeres, escogían lo mejorcito de su no muy abudante guardarropa, se adornaban con alguna alhaja heredada de la abuela, o con la medalla, que el hijo o el hermano, había mandado de allende los mares.











El pueblo cobraba inusitada animación, llegaban a Casavegas, muchos visitantes del contorno. La Iglesia, bellamente adornada era un hermoso marco para la antiquiísima imagen de la virgen, que desde su trono, parecia contemplar, a hombres y mujeres y niños, que respetuosos y devotos entonaban la Salve.

Luego seguían los visiteos, las comidas, que en ese día en cada casa se servían, haciendo gala de ricos platillos y viejas recetas. Porla tarde, la partida de bolos, allá en la bolera, y por lanoche el baile en la era...Las mozas cantaban al son del pandero jotas y pasadobles.

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También se hacía fiesta si, por el verano, regresaba por primera vez algún "indiano". Como sólo se buscaba pretexto para juergas, el pueblo organizaba una fiesta en honor del recién llegado. Los mozos cortaban una haya muy alta, las mozas adornábanla con ramos y rosquillas. Entre cánticos y gritos "el mayo" que así se denominaba, era pinado. Ya después los mozos subían por él, pero como estaba untado de jabón, resbalaban, volviendo a emprender el intento una y otra vez. Duraba horas el espectáculo animando al chaval y acompañándolo con vivas, risas y coplas, hasta que alguno conseguía llegar a lo alto.

Cuando regresé por primera vez a Casavegas recién casado, también pinaron "el mayo". Mi esposa entre sus recuerdos, guarda las coplas que cantaron en aquel entonces. Transcribo algunas de ellas:

Las buenas tardes les damos
a todos en general
nosotros los saludamos
con un cariño filial.

Mozos, que gusto habéis tenido para cortar ese "mayo
aún esto no es bastante
para honrar a los indianos.
Arriba con ese "mayo"
y no lo dejeís caer
que por mucho que os cueste más se merece Juan Diez.
Estos señores indianos
bien sabemos quienes son dos pimpolitos de oro
que relumbran como el sol.
Arriba con ese Mayo
mocitos de Casavegas
autoridad y vecinos,
arriba con la bandera.
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Crecí sano y fuerte aunque delgado y con un geniecillo muy vivaz, que me complicaba muy frecuentemente la existencia. Un ejemplo voy a contar. Un día mi madre me había mandado a limpiar el corral de la cuadra, yo fui algo mohíno a desempeñar la tarea, pero las gallinas que alborotaban alrededor, se encargaban de esparcir las muñigas que con una escoba hecha de ramas de abedul, atropaba yo; tanto me sofocaron que cogiendo una piedra y arrojándola con fuerza, le dí en la misma cabeza a un hermoso gallo que cayó muerto en el acto. El gallo era de tío Agustín, y yo lleno de temor por el lío que se iba a armar y el castigo que iba a tener en casa, no dije nada y lo arrojé a la calleja; al poco rato ví cómo mi tía Felipa lo recogía y marchaba con él presurosa, seguro que ese día pensaba darse un buen banquete.

Tío Agustín, ante la desaparición de su gallo, no quedó conforme, como era natural, hizo sus pesquisas, descubrió todo el lío, recogío su gallo, me llamó y dijo: mira Juanito, cuando me mates una gallina, vienes y me la entregas, que yo te invitaré muy gustoso a comerla. Recuerdo mucho aquella lección.

En otra ocasión, descorné de un cantazo, a una cabra que saltaba a nuestro huerto para comerse las berzas, ¡pobre animal! se alejó dando unos berridos...En esa ocasión tuve seurte pues no supieron quién fue el autor de es fechoría.

Ya mencioné al principio de este relato la pequeña casa en que nací y en la que transcurrió mi infancia al lado de mis padres y hermanos. Muchos recuerdos asaltan mi memoria; las noches frías de invierno, cuando al calor del fuego que ardía en la chimenea, toda la familia reunida en la cocina, rezábamos el Rosario que mi padre llevaba con mucha devoción y respeto, no así los hermanos, que estábamos haciendo diabluras propinándonos pellizcos, y provocando risas entre sí.

Desde pequeño adquirí el vicio de chuparme el dedo, y por más reprimendas y sopapos que me propinaron en casa, no hubo poder humano de quitarme ese vicio, sobre todo al dormir, por eso el día que tomé por primera vez la Comunión, mi madre para evitarlo me tuvo que amarrar la mano a la espalda, pero así y todo no dio resultado el remedio, y amanecí chupando el dedo, por lo cual hulbo que decírselo al Sr. Cura.

A veces los padres tenían que salir a trabajar al campo, y me dejaban al cuidado de mis hermanos. No era muy sabia esta medida, ya que casi siempre terminaba en lágrimas la jornada. Una trade al marcharse mis padres, me encargaron que para merendar, diera a mis hermanas pan con mantequilla y miel, pues bien, no haría apenas cinco minutos que se habían marchado, cuando me hermana Joaquina comenzó a atosigarme exigiendo la merienda mientras subíamos por la escalera, tanto me sofocó, que yo con mi gienecillo pecular, le di tal empujón que la pobre bajó rodando hasta el portal. ¡no se mató de milagro!.

En otra ocasión estando ella misma sentada en la escalera, reclinada en el barandal, le dí un buen empellón en la cabeza que se la metí por entre los barrotes; el susto fue cuando no podíamos sacarla, lloraba que se mataba, tuve que ir a llamar a tío José que vino con un serrucho y la liberó.

Mi niñez fue dura, había ocasiones en que dormía a pleno campo cuidando la cabaña, mojado y con mucho frío y un miedo del carajo. La cabaña consistía en el grupo de novillas que teníamos que guardar del lobo y del oso. A estos menesteres cada uno iba los días que le correspondían por ejemplo: si tenías tres novillas te correspondían tres días; pues bien, recuerdo una ocasión cuando yo solo tenía trece años, que en compañía de Segundo que tenía cinco años más que yo, nos encontrábamos en esa tarea
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Fue a un lado de Sierras Alvas, en un lugar llamado Pedroga que ya pertenece a Camasobres; recuerdo que veníamos jugando con unas varas de abedul que recién habíamos cortado, cuando al subir a una peña blanca, me di de manos a boca con una novilla muerta, sangrante, de cuyo vientre un animal de enorme cabeza sacaba bocados muy grandes. Yo me llené de miedo, se me pinaron los pelos, pero armándome de valor, comencé a arrojarle piedras y a lanzar gritos hasta hacerlo huir; en eso llegó corriendo Segundo y al ver la novilla destrozada comenzó a gritar ¡Dios mioooooo! ¡Dios mioooo tío Santiagoooooo!. Enseguida echamos a correr para avisarle, tío Santiago estaba en la Valleja de la Suelta, nos oyó y acudió en nuestro auxilio. La novilla era de Antolín y temíamos que este nos propinara unos buenos sopapos, por descuidar la cabaña. Al fin él llegó con cuatro hombre más, con cuchillos para destazarla. Era cerca de la madrugada cuando regresé a casa. Ya no pude dormir aquella noche soñando conel oso o lobo, ya que nunca supimos a ciencia cierta qué especie de depredador fue el que hizo tal destrozo. Mi madre me tranquilizaba, pero a mi el susto me duró mucho tiemo y la aventura fue motivo de burlas y risas durante mucho dias. Cuando nos cruzábamos con algún vecino, nos gritaban ¡Dios miooo! ¡Dios mio! ¡Tí Santiago...!. Estas burlas nos hacían rabiar.
 
Ya a esa edad, también iba a cortar cambas para que mi padre las vendiese. Este iba a Campos a negociarlas, las compraban para hacer arados, y también cortábamos apéas, éstas se utilizaban en las minas de carbón de Areños y Cervera; pagaban por ellas muy poco, pero su venta representaba una entraeda extra que venía muy bien a mi madre para mejorar el menú.
Se me alegra el corazón cuando a través del tiempo me veo junto con mis amigos, de los cuales Tiburcio y Vicente ocupaban un lugar principal, haciendo diabluras, apedreando gallinas por las callejas, hartándonos de arráspanos y moras, catando colmenas, entrando por las ventanas que dejaban abiertas por las noches en los meses de verano, y llevándonos los calderos con leche, con una costra de manteca más gorda que un dedo, aunque al día siguiente era el lío para devolver los calderos que dejábamos en las puertas o tirados cerca de las casas de sus dueños.
No olvido que en una ocasión en casa de tio Salvador, el cual nos tenía amenazados y se jactaba de que en su casa no nos atreveríamos a entrar, nos robamos los quesos y encima le dejamos un papel burlándonos de su descuido. Si, éramos felices a pesar de nuestras carencias, y ya entonces, inquietos gozábamos, corriendo tras las mocitas del pueblo, dándoles un azote de cuando en cuando, saltando por los regatos, pescando truchas en el río de Casavegas, como pomposamente le llamábamos, y también atrapando cangrejos. Cuando hago memoria comienzo y no termino reviviendo las travesuras que hacía con mis amigos y también con mis hermanos. Estos se llamaban José (Pepín) fue el mayor, el cual murió muy pequeño. Gerardo, que habiendo cumplido solo 14 años, marchó a México, Baltasara, Joaquina, que me seguía en edad, y Consuelo, la más pequeña.
("Aquí el autor Juán Diez Alonso puso en su libro, una fotografía pintada del pueblo. Yo creo que el Casavegas que vivió en todos los impresionantes relatos que con esa memoria fotográfica nos hace, es éste, relatos que a mi, sinceramente, me han hecho emocinarme casi hasta las lágrimas, al remitirme a épocas y tiempos que me tocaron vivir por esas tierras, y al recordarme costumbres, travesuras, fiestas, comidas, labores y otras cosas más que, por lo que veo, se repitían en cada uno de los pueblos de La Pernía").

Todos ellos salieron de Casavegas. Buscando otros mundos han hecho sus vidas lejos del querido terruño, pero todos ellos, estoy seguro, que como yo, llevan a Casavegas metida en la sangre, y es que, como me dijo un pastor perniano "si señor, en estos parajes hay duendes que te encadenan el alma a un gran roble, y aunque tu cuerpo se aleje terminarás regresando una y otra vez a buscarla, pero ella se ha hecho montaña, y tu cuerpo montañés se hará".

Con frecuencia iba a robar nidos, pero en esetas aventuras, solo iba acompañado de mis hermanas para que me ayudaran en la tarea. Ya de antemano habíamos observado el árbol en el que había nidos con polluelos, nos llegábamos hasta donde se encontraba éste, y lo asaltábamos. Yo subía con la facilidad de un gato a lo alto de los árboles, cogía los pájaros ya emplumados y se los tiraba a mis hermanas.

Joaquina recuerda con mucha frecuencia que un día fuimos los dos Al Montecillo, ya teníamos detectado un roble en el que anidaban una pareja de cuervos. Subí a lo alto del árbol y fui cogiendo uno a uno, arrojando a mi hermana los polluelos, pero éstos, cuando ya se veían cerca del suelo, emprendían el vuelo y se alejaban como flechas. Bajé furioso del roble y le propiné una mano de tortas a mi pobre hermana que la dejé medio atontada. Siempre tuve mucho genio, lo confieso, y mis hermanas dan buena cuenta de ello.

Narrar todas las anécdotas que vivimos sería muy largo, pero si quiero dejar sentado aquí que los hermanos vivíamos unidos, y nos queríamos entrañablemente a pesar de nuestras riñas, defendiéndonos unos a otros de las travesuras y pellerías de los demás rapaces del pueblo.

Las travesuras de Vicente Mier, mi entrañable amigo, y las mías se hicieron famosas, además de que adquirimos tal fama de granujas que de cualquier cosa mala que pasara en el pueblo nos hacían responsables de ellas. Naturalmente esto nos acarreaba castigos y palos en casa, por lo cual, siempre andábamos mohinos y rabiosos. En estas ocasiones tramábamos los dos marcharnos de casa, irnos del pueblo muy lejos, quizá a otros mundos lejanos y maravillosos.Cogíamos un poco de pan y queso y marchábamos decididos y arrojados, cual pequeños Quijotes, pero en cuanto llegábamos al Praíllo de Valdeloress o trasponíamos Los Castros de la Mata, buscábamos un socayo, nos sentábamos a descansar, comíamos la merienda y cuando ya anochecía regresábamos cada cual a su casa, más que de prisa, y con más miedo que un conejo, ya que el cementerio no distaba mucho, y teníamos miedo a diablos y brujas.
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Siendo ya un mozo sano e inquieto, mi sueño dorado era poseer una bicicleta, ya que mis mejores amigos Eliseo y Vicent tenían cada cual la suya; tanto "sofoqué" en casa, que mis padres accedieron a mi deseo. Gerardo, mi hermano E.P.D. mandó dinero, y por fin un día de feria bajamos mi padre y yo a Cervera a comprarla. Recuerdo ese día con claridad meridiana, el gozo no me cabía en el pecho lleno de ilusiones, quería yo volar para llegar pronto a la Villa y el paso de mi padre se me antojaba lento y torpe. La compramos en Casa Campollo, era marca Peugeot. Era preciosa mi bicicleta, ligera como un rayo, de color verde y de un sólo piñón, costó cincuenta duros. Cuando hago balance de mi vida aquilato con toda su plenitud aquel día, lo registro como uno de los más dichosos de mi existencia. Con mi bicicleta fui feliz; en compañía de mis amigos dábamos largos paseos devorando kilómetros. Los domingos llegábamos hasta Herrera, que está a 30 kilómetros, así también a Saldaña. Recorríamos todos los pueblos del contorno. También con demasiada frecuencia iba yo a Liébana, donde mis impulsos juveniles me arrastraban irremediablemente. Para mí no había cuestas ni distancias cuando se trataba de ir en pos de alguna guapa moza, que las hay en verdad y abundan en esa hermosa tierra.

Mi bicicleta fue mi compañera fiel e inseparable en aquellos años mozos, me acompañó en mis correrías y fue mudo testigo de citas furtivas y tórridos romances. El tiempo inexorable ha pasado y dejado muy atrás esos ayeres, más aunque en mi ya larga vida he poseído por suerte muchos vehículos y modernos automóviles tal vez, hasta lujosos y sofisticados, nunca olvidaré y siempre llevaré en el corazón a mi querida bicicleta verde. Muchísimas veces a las dos o tres de la madrugada me levantaba y subía a la bicicleta y con la escopeta cruzada a la espalda, escapaba con rumbo a Camasobres, hacia el alto de Piedrasluengas, a la caza de faisanes; cuando llegaba a lo alto de esos imponentes montes, escondía la bicicleta bajo unos paredones y esperaba a que viniera el alba que era justo la hora en que esas hermosas aves cantan, durante el mes de abril y mayo, época que están en celo, y es el único momento en que se pueden cazar, ya que se encuentran en lo alto de las hayas y en los robles.

 

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Todo cazador que se precie, ansía cobrar un urugallo. Yo tengo la suerte de haber cazado en mi vida 18 de estos ejemplares. Recuerdo de uno hermosísimo que maté en Lebanza, y que obsequié a Don Vicente Ruesga Del Campo, señor muy respetable y respetado en aquellos contornos, quedando encantado y agradecido con el regalo y yo muy satisfecho y ufano.

Al finalizar el verano se reunían bandadas de pájaros pardales, jilgueros y colorines, éstos anidaban en los brezales. Pues bien, recuerdo que una mañana en una tierra segada de centeno descubrí una bandada muy grande de ellos, apunté mi escopeta y disparé. Al salir volando las aves alcancé y maté a infinidad de ellas, más de cincuenta. Llegué muy ufano a casa y los comimos con arroz que me supo a gloria.

En otra ocasión, un día de invierno en que había nevado copiosamente fui siguiendo una liebre desde las tierras de Casavegas hasta Pineda, lque hay como ocho kilómetros de distancia, el animal no se echó, así que tuve que regresar con los pies mojados, cansado, de mal humor y con las manos vacías. Pocos días regresaba así a casa pero en ese caso como en todo, hay dias buenos y malos. Todo esto sumano a imnumerables liebres, perdices, corzos y jabalíes me criaron fama de muy buen cazador como no había otro en mucha leguas a la redonda.

Durante mis correrías en busca de caza, he recorrido los terrenos de Areños, Camasobres, Lores y Casavegas; me los sabía de derecha a izquierda y de arriba a abajo. Conocía perfectamente todos los senderos, brezales y arraspanales, donde se pudieran encontrar los bandos de perdices, como los de Caparroso, los de Llanacastrillo, Labaila, etc. En todo este tiempo me acompañó un fiel amigo. No quiero dejar pasar en estas memorias el recuerdo que de mi perro llevo en el corazón. Se llamaba Tul, era de caza, cruce de Setter con Burgalés. No había por aquellos contornos otro como él. A enorme distancia olfateaba la presa. Ha sido el mejor que he tenido. Con él cobré perdices, cordornices, liebres, corzos y hasta un jabalí.

¡Si! Era yo un fanático de la caza, pero no solamente placer me proporcionaba ésta, que nos venían de perlas las piezas cobradas, ya que guisadas sabrosamente por mi hermana Baltasara se transformaban en ricos platillos que variaban el monótono menú consistente en garbanzos y patatas.Todo esto me llenaba de satisfacción y endulzaba aquellos años duros llenos de carencias.

Mi escopeta era Sarasqueta, cuata, calibre 16, casi siempre la llevaba conmigo y llegué a sentirla como parte integrante de mi ser, nunca fallaba, y yo volvía siempre a casa, gozoso y ufano. Me la llevaron cuando comenzó la guerra, los mineros de Areños que subieron al pueblo y confiscaron todas las armas, nunca más supe de ella y la sentí más que si me hubiesen llevado a una novia.

Un día que con varios amigos fuimos a una partida de caza, recuerdo que llevaba el brazo en cabestrillo, a causa de un sobrecallo que me había hecho conrtando cambas, y don Marcial el médico del pueblo me había abierto la palma de la mano. Aun impedido como estaba, aquil día maté dos corzos desde el mismo sitio. Ese lugar se llama Carquerosa. Ahí mismo me puse a comer un chorizo y a tomar un trago de vino. Mientras esto hacía me entretenía en golpear una piedra contra una peña, cuando de repente, salió de la misma peña un olor muy desagradable, me extrañó este fenómeno y tomando unos cuantos fragmentos como muestra, los llevé a los pocos días a analizar a Palencia. No supieron decirme que era, sólo que se trataba de un mineral desconocido.

Más tarde, en un viaje que hice a España, charlando en San Salvador sobre este incidente, me dijo Felipe Iglesias que eso era muy valioso, preguntándome en qué lugar se encontraba; yo me hice le tonto y no contesté a su pregunta. Después de muchos años, cuando en otro de mis viajes volví a España, y siempre con la misma inquietud de saber qué era aquello, fui con Carlitos, el nieto de mi hermana Baltasara y con el Sr. Frustuoso su abuelo paterno, que había sido minero, a ese lugar, y después de tantos fui directamente a él, pero las peñas ya no existían, sólo unas zanjas abiertas indicaban que ahí había habido excavaciones. Fue una gran desilusión. Luego me informaron que unos alemanes habían sacado aquel mineral y lo habían bajado con mulas por Caloca, no se el valor que aquello haya supuesto, parece que era Uranio.

Quizá si hubieran acertado en el análisis, otro hubiera sido mi destino, pero doy gracias a Dios con el que me deparó. Ya para entonces había regresado al pueblo, Mario Diez, el cual había marchado a Cuba en busca de fortuna la que, arisca, a él no le sonrió, prefiriendo entonces volver al terruño. Trajo con él a su esposa, una bella cubanita, que era la admiración de todo el pueblo, y que al poco tiempo sintiendo a su vez la nostalgia sde su cálida y bella tierra antillana, regresó a ella.

Mario y yo por ser vecinos, hicimos grandes migas. Recorrimos todos aquellos montes, en busca de caza, especialmente urugallos (o faisanes) como también los llamábamos. También jugábamos a las cartas ocasionando esto grandes discusiones. Siempre estábamos regañando pero siemlpre nos buscábamos la mutua compañía. Solíamos bajar a S. Salvador a la cantina a tomar el blanco; él como tantos otros ya ha marchado e el viaje sin retorno pero su recuerdo vive en mi.

En el verano del 33, por primera y única vez volvió a España mi hermano Gerardo. Además de la inmensa alegría que su visita proporcionó a toda la familia, un acontecimiento importante se suscitó durante su estancia en Casavegas. Por entonces vivíamos en la casa de los Escudos, que era de mi tío Manuel Díez hermano mayor de mi padre. Mi hermano creyó conveniente y oportuno hacer una casa para que viviéramos en ella. Adquirió por 500 pesetas unas huertas de patatas que eran propiedad de tío Antonio y del tío Felix, y ahí se edificó una hermosa casa, que quedó situada a la salida del pueblo. La dirigió el contratista Vences muy conocido en aquellos contornos.

En su construcción ayudó toda la familia, aparte (claró está) de los albañiles, carpinteros, etc. Aún mis hermanas ayudaron guiando a los carros de vacas, y por terrenos pindios hacían el acarreo de piedra que se traía de Las Calares, y de la arena que se cogía en el Matorral de Costalavá. Duro fue aquel período, fatigoso y esforzado, pero que unió a toda la familia alrededor del mismo anhelo. Desde aquí envío mi cariño entrañable hacia esa casa, que en su soledad nos habla de recuerdos y de tiempos idos...

Cuando ya tenía diecisiete o dieciocho años y en el mes de septiembre en que ya no hay mucho trabajo, varios vecinos consideramos la conveniencia de dedicarnos un poco al comercio para ganar una pesetas. Así es que en compañía de mi tío Antonio, hermano de mi padre, Delfín y tío Matías, nos fuimos con los carros de vacas a Liébana, llegándonos en ocasiones hasta Potes; íbamos por aquellos pueblos comprando nueces, que en aquella región abundan y son muy buenas. Nos las vendían por un cuarto, medio o un saco, el acierto estaba en adquirirlas lo más barato posible; por el camino comíamos de lo que llevábamos preparado en casa y algunas latas, por la noche dormíamos bajo cualqueir tenada que encontrábamos al paso, y sobre la paja que llevábamos para pienso de los animales.

Ya de regreso, en Pernía, las vendíamos por todos los pueblos por los que íbamos pasando, algunas veces llegamos hasta Carrión de los Condes y a Saldaña. Eran doce o quince días entre ida y regreso, jornadas muy duras, largas y agotadoras tanto para nosotros como para los animales, suponían un esfuerzo muy grande, pero también era grande el tesón, y siempre regresábamos a casa con algulnso duros de ganancia.

También comerciábamos con manzanas, éstas después de comprarlas las vendíamos, o cambiábamos por harina, usando el viejo sistema del trueque (según se nos presentara el negocio. ¡Qué tiempos aquellos! Fueron días llenos de sacrificio ya lo he dicho, y gran esfuerzo. YO creo que desde entonces se despertó en mí, el gusto por el comercio, y el deseo de irme a México, como lo había hecho mi hermano Gerardo, buscando una vida menos sacrificada.

Todos estos recuerdos que he transcrito, han sido dictados por mi sinceridad. Deseo que cuando pasen los años y yo ya no exista, se me recuerde no solamente como el abuelo rico, sino como lo que fuí un hombre de trabajo tenaz y constante. Estoy orgulloso de mi pasado, de mis raíces, de mi terruño, tengo como galardón los trabajos y sacrificios que viví para abrirme paso en la vida y deseo, que cuando mis nietos y los hijos de mis nietos crezcan y vengan a conocer esta tierra hermosa y bravía, tengan una visión más real de quien fue su abuelo, de lo que fue su vida, que la final de cuentas es el principio de lo que será la suya.

Tenía yo 19 años cuando fui llamado por el ayuntamiento de Redondo, para participar en el sorte que en aquel entonces se llevaba a efecto para señalar a quienes tocaba cumplir con el servicio militar. Recuerdo que Vicente Mier y yo teníamos la misma edad y fuímos juntos; íbamos cantando y haciendo juerga por el camino, quizá disimulando el sobresalto que nos producía la perspectiva de un cambio en nuestras vidas que supondría salir señalados en el sorteo. El secretario del Ayuntamiento sostenía una caja de la cual fuimos extrayendo las bolas. Eran 16 mozos los que concurrieron al sorteo procedentes de los pueblos vecinos, pertenecientes a dicho Ayuntamiento. ¡A mi me tocó bola negra! Mi destino estaba echado y esa circunstancia fue la que dio a mi vida un giro de 180º grados.

 

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Transcurrió un año hasta que llegó el momento de marchar a "la mili". Yo esperaba aquel instante con una mezcla de temor e impaciencia. Tengo presente aquel día como si fuera ayer. Bajamos Cervera, ahí aguardaban otros mozos de varios pueblos vecinos que también habían sido inscritos, el tren que nos trasladaría a Palencia. Todos íbamos nerviosos y un tanto preocupados, auque tratábamos de disimular, ya que ignorábamos a qué lugar de España seríamos asignados.

Sentíamos temor de que se nos enviara a Africa pues se decía que muchos soldados enfermaban y hasta morían a causa de unas famosas fiebre que se cogían en aquellas tierras de moror. Ya en Palencia en el cuartel, se hizo el sorteo. A mi me cupo en suerte ir a Barcelona, me agradó el sitio, ya que esa moderna ciudad era, y sigue siendo, una de las capitales más bellas del mundo. Yo sólo conocía Palencia y un poco Santander, a donde había ido con mi hermano Gerardo asi que quedé admirado cuando llegué a la Ciudad Condal.

Sus grandes avenidas, sus altísimos y hermosos edificios, sus bellos templos y palacios, las "ramblas" rebosantes de flores, el intenso tráfico, los cientos de anuncios luminosos que por las noches brillaban resplandecientes, todo constituía para mí una novedad, pues contrastaba enormemente con el medio rural del cual llegaba

 

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